Humanismo Soka
Nacida en enero de 1931, Yoshie Oka fue movilizada para servir en el comando de comunicaciones del Cuartel General del Distrito Militar de Chugoku durante su tercer año en la Escuela Secundaria Femenina de Hijiyama.
Fue alcanzada por la bomba atómica mientras trabajaba allí (a 0,7 kilómetros del hipocentro en Hiroshima).
Informó sobre el bombardeo al Regimiento de Fukuyama desde el búnker destruido. Por el bien de sus compañeras de clase que murieron siendo tan jóvenes, continúa contando su historia.
Siento que mis compañeras fallecidas están conmigo
En septiembre de 1991 compartí por primera vez mi experiencia con la bomba atómica. Durante muchos años me habían pedido que diera mi testimonio, pero siempre me negué. Era lo bastante doloroso recordarlo; no podía soportar la idea de ponerlo en palabras.
«¡Por favor, habla con mis estudiantes! Tienen la misma edad que tenías cuando ocurrió todo». Fue este ruego, hecho por una docente de alumnos de tercer año de una escuela secundaria pública en Tokio, lo que conmovió mi corazón.
Pero acepté la petición con una condición: hablar en las ruinas del búnker de comunicaciones del Distrito Militar de Chugoku, en los terrenos del Castillo de Hiroshima, donde había trabajado junto a mis compañeras.
Cuando llegó el momento y traté de hablar en esa habitación impregnada de recuerdos dolorosos, rememorar a mis amigas fallecidas me dejó a veces sin palabras. Finalmente, rompí en llanto. «Esa chica solía sentarse acá… esa otra se sentaba allá». Sus rostros aparecían frente a mí.
De algún modo logré terminar y volver a mi casa, pero el malestar que me provocó esa experiencia hizo que mis plaquetas descendieran de forma drástica, y volvió a manifestarse mi trombocitopenia (trastorno que impide la coagulación normal de la sangre). Mi médico me prescribió reposo absoluto y tuve que guardar cama durante dos años.
Cuando mis síntomas mejoraron, a los 63 años, comencé nuevamente a dar mi testimonio. Para ese entonces ya entendía que había vivido tanto tiempo porque tenía una misión: contar la historia con precisión en nombre de mis amigas que murieron allí.
Empecé a recibir invitaciones para hablar en escuelas e instituciones. Sin embargo, incluso hoy en día, solo doy mi testimonio dentro de ese búnker en ruinas, cuyas habitaciones cuadradas, de techos bajos y concreto ennegrecido han sido despojadas de equipos de transmisión, sillas, escritorios e incluso puertas. No queda nada, solo el aire húmedo que lo impregna todo.
Probablemente los estudiantes se sientan incómodos escuchándome en ese entorno, pero cuando hablo allí, siento que mis compañeras fallecidas hablan conmigo.
Un soldado herido gritó: “¡Una bomba nueva!”
En ese momento, yo cursaba el tercer año en la Escuela Secundaria Femenina de Hijiyama, y había sido movilizada al Cuartel General de Comunicaciones del Distrito Militar de Chugoku.
Dentro de un terraplén junto al foso que rodeaba el Castillo de Hiroshima, había un búnker semi-subterráneo, invisible desde el aire. Allí funcionaba el Comando Estratégico encargado de transmitir órdenes por toda la región de Chugoku.
El 7 de abril, 50 alumnas de mi escuela fueron asignadas al Escuadrón de Comunicaciones Estudiantil que trabajaba en ese centro, al que solo podían acceder ciertos miembros del personal militar.
Posteriormente se sumaron otras 40 alumnas. Las tareas se repartieron entre las 90 estudiantes en tres grupos de 30.
El turno diurno era de 8:00 a 17:00.
El nocturno, de 17:00 a 8:00.
Después de un turno nocturno, teníamos un período de descanso.
Quienes hacían el turno de noche debían asistir a la asamblea matutina de las 7:30, frente al Cuartel Imperial.
Luego estudiaban en el dormitorio cercano por la mañana, y dormían para volver al trabajo a las 17:00.
El Comando Estratégico tenía cuatro habitaciones.
En la más cercana a la entrada, 25 personas escuchaban a través de receptores las transmisiones de más de 20 puestos de monitoreo en la región.
Si detectaban la presencia de aviones enemigos, presionaban una tecla que activaba una luz intermitente en un mapa en la sala principal.
La segunda sala era para los soldados de la unidad de comunicaciones.
En la tercera, cuatro chicas (despachadoras) enviaban órdenes por teléfono a distintas bases y estaciones militares. Frente a esa sala había un panel de conexiones telefónicas.
Mi tarea era operar ese panel.
Cuando llegaba una orden, debíamos conectar líneas directas con la NHK, la oficina de la prefectura, fábricas militares, etc., para enviar advertencias.
Debajo de la puerta había una ventanilla pequeña. Cuando llegaba una orden, sonaba un timbre y pasaba una nota por esa rendija.
Las despachadoras y yo avisábamos a las bases usando líneas directas. Usábamos palabras clave como “alerta amarilla” o “alarma aérea”, acompañadas de un número que indicaba la hora.
La habitación más interna tenía una puerta de madera muy gruesa que no podía abrirse. Solo los oficiales accedían por otra puerta.
Cuando los bombardeos arrasaban otras ciudades con frecuencia, me preguntaba por qué la ciudad militar de Hiroshima, llena de instalaciones, seguía intacta.
Como los bombarderos nos estaban dejando en paz, a finales de julio el turno nocturno se dividió en dos: turno temprano y turno tardío, con 15 estudiantes en cada grupo.
El 5 de agosto me asignaron al turno temprano.
Entramos a las 17:00 y trabajamos hasta la 1:00.
Durante la noche recibimos el aviso: “Aviones enemigos sobre el canal Bungo, rumbo norte”.
Envié la alerta y luego la alarma a NHK y a las fábricas.
Encendieron las sirenas para advertir a la población y al ejército.
A las 23:00, una gran formación de 100 a 120 B-29 bombardeó Nishinomiya, luego Imabari, y a las 4:00 atacaron Ube.
Ordenaron: “¡A sus puestos!”.
Despertaron a las del turno tardío. Yo no descansé. Trabajé toda la noche sin dormir.
Al amanecer, cuando al fin todo se calmó, corrí al dormitorio, comí arroz con sopa de miso y regresé al búnker. Esperaba al reemplazo del turno diurno.
Pasaban las 8:00 y aún no llegaba. Estaba impaciente.
Entonces, llegó un nuevo informe: “Tres B-29 sobre Hiroshima, desde el este”.
Pero no se emitió alerta ni alarma desde el Comando.
A las 8:13, finalmente sonó el timbre: una nota salía por la rendija. Decía “Alerta amarilla”.
Me giré al panel y conecté varios cables para avisar a las fábricas.
Era rutina. No sentí tensión.
Alcancé a decir: “Alerta amarilla para Hiroshima, Yamaguchi…”.
De repente, un destello blanco me atravesó los ojos con furia.
“¡Un accidente!”, pensé, y perdí el conocimiento.
"¡Hiroshima ha sido aniquilada!"
Tal vez pasaron cuatro o cinco minutos hasta que recobré la conciencia, dentro de una neblina gris ceniza.
Los escritorios estaban volcados, las sillas destrozadas, y yo había sido lanzada tres metros. El panel de conexiones me aplastaba.
No vi a nadie más en la habitación.
Entrecerrando los ojos entre las columnas de polvo y ceniza, distinguí a la señorita Itamura en un rincón, tapándose los ojos y oídos.
Tenía un corte menor en los párpados, pero parecía estar bien.
Sin entender nada, salimos.
Las tres edificaciones del lugar —el edificio principal, los alojamientos de oficiales y el auditorio— estaban completamente derrumbadas. Montones de astillas y muros de barro destruido cubrían el lugar.
No había llamas, lo que nos indicó que no se trataba de bombas incendiarias.
Aún confundida, trepé sola por el terraplén.
Solo quedaban en pie el edificio del periódico Chugoku y los grandes almacenes Fukuya.
Las demás construcciones —de madera y de baja altura— eran ahora escombros. Pero aún no había fuego.
Podía ver el Puerto de Ujina, a cuatro kilómetros, y hasta la isla Ninoshima, a nueve kilómetros. Nada bloqueaba la vista. Abajo, un soldado herido gemía y gritaba: “¡Nos dieron con una bomba nueva!”
Volví a la sala de comunicaciones.
La señorita Itamura estaba al teléfono diciendo: “¡Eso es completamente imposible!”.
Hablaba con el Cuartel General del Distrito Militar de Shikoku, que llamaba para obtener información.
—¿Las líneas están abiertas? —pregunté.
Fui recogiendo los teléfonos tirados por el suelo.
Los primeros no funcionaban, pero finalmente uno conectó con el Regimiento de Fukuyama.
Grité al teléfono:
—¡Hiroshima ha sido aniquilada!
—¿Dijiste ‘aniquilada’?
—Sí, señor. Ha sido aniquilada.
—¿Qué querés decir con ‘aniquilada’?
No supe qué responder, hasta que recordé las palabras del soldado herido:
—Nos dieron con un nuevo tipo de bomba, señor.
Entonces, oímos crujir la madera: ¡las llamas se acercaban al búnker!
Salimos corriendo y vimos a un soldado atrapado bajo el Edificio 1, forcejeando para liberarse.
Corrimos hacia él, pero los pilares eran demasiado pesados.
Dos no pudimos hacer nada.
El portero, señor Matsui, apareció. Entre los tres metimos una palanca gruesa y, poco a poco, la levantamos hasta que el soldado pudo arrastrarse y salir.
No hubo tiempo para alegrarnos. Las llamas ya estaban encima.
Corrimos al área abierta frente al Cuartel Imperial, donde las estudiantes del turno diurno debían haberse reunido para el cambio de guardia.
No había nadie.
El aire estaba tan seco y el fuego tan intenso que mi cabello casi se incendiaba. Nuestros rostros ardían por el calor. Nuestra ropa estaba tan caliente que saltamos instintivamente al estanque frente al cuartel. Pero incluso cubiertas de barro y agua, nos secábamos de inmediato.
Rodeadas por el fuego, la señorita Itamura y yo nos preparamos para morir.
Aunque era de día, todo estaba oscuro como al atardecer.
Mientras tropezábamos a ciegas, empezó a caer una lluvia negra: gotas grandes, turbias, que pronto se volvieron un torrente.
Nos quedamos en el estanque, empapadas.
Después de 40 minutos, la lluvia cesó tan bruscamente que parecía que nunca hubiera existido. Pero había apagado los incendios.
No sabíamos que esa lluvia estaba cargada de radiación.
Le agradecimos ingenuamente. Muchos de los que se mojaron enfermaron luego con la enfermedad de la bomba atómica.
Buscar a nuestras compañeras
Rodeamos la torre destruida del castillo para buscar a nuestras amigas. Encontramos a tres estudiantes sentadas sobre piedras.
Usualmente podíamos leer sus nombres en las etiquetas de sus uniformes, pero sus ropas estaban tan desgarradas que no se veían los nombres.
Una de ellas tenía el rostro tan hinchado que sus ojos estaban cerrados.
Otra tenía el cuello roto, torcido hacia atrás. Apenas estaba consciente.
Reconocimos a la que estaba en el medio: era la señorita Hamaoka.
Su codo derecho estaba completamente desgarrado, exponiendo hueso y tejidos.
Su brazo colgaba como si fuera a desprenderse.
Estaba desesperada por agua, pero no había agua por ningún lado.
Le dijimos: “Volveremos por ti más tarde, esperanos aquí”. Y luego preguntamos: “¿Dónde están las demás?”
Sin fuerzas, Hamaoka señaló: “Por allá”.
En esa dirección estaba el Puente Joto del Ejército.
Al otro lado del foso, la Escuela Preparatoria Militar.
Me puse de pie y caminé hacia allí.
Cuando crucé el puente, escuché el sonido de un cuerpo cayendo al agua.
—¿¡Señorita Hamaoka!?
Recé en silencio y corrí de regreso.
Allí estaba, flotando boca abajo en el foso.
Por la sed desesperante, debió haberse inclinado para beber agua y cayó.
Al anochecer, llegaron equipos de rescate desde Yamaguchi y Okayama, y trasladaron a 20 estudiantes heridas y 30 soldados heridos a un puesto de socorro provisional en la Escuela Preparatoria.
Nos quedamos con las estudiantes heridas para ayudarlas.
Todas gritaban: “¡Agua! ¡Dame agua!”
Los médicos nos dijeron al principio:
“Si les dan agua, las víctimas con quemaduras mueren. ¡No les den!”
Pero al ver que igual estaban muriendo rápidamente, cambiaron de idea.
Nos dijeron en voz baja:
“Denles un sorbo a la vez”.
Llené una tetera con agua y la repartí.
Un oficial estaba sentado, con el rostro azulado, y un trozo de madera clavado 20 centímetros en su espalda.
La carne alrededor del cráneo de otro soldado, con un agujero abierto en la cabeza, temblaba con cada respiración.
Algunos yacían muertos con los ojos bien abiertos mirando al vacío.
Otros tenían el abdomen abierto y los intestinos afuera.
El puesto de socorro estaba lleno de personas en condiciones espantosas.
Una promesa para toda la vida
Al final del día, la señorita Furuike, la señorita Miyagawa y la señorita Morita regresaron.
Al reencontrarnos, nos abrazamos con alegría.
Ellas, junto a la señorita Itamura y yo, fuimos al Cuarto de Comunicaciones a intentar dormir un poco.
Desde el puesto de socorro se oían los gritos de los jóvenes soldados: “¡Mamá!”
Pero, agotadas, ni siquiera esos alaridos pudieron mantenernos despiertas.
A la mañana siguiente, fuimos al puesto de socorro a ayudar.
Solo había pasado un día desde la explosión, y ya los cuerpos de las estudiantes y soldados tenían gusanos blancos creciendo en sus quemaduras.
Comenzaron a llegar madres buscando a sus hijos movilizados.
Una de ellas sostuvo en brazos a su hija gravemente herida y no dejaba de llamarla por su nombre.
Las lágrimas de la madre cayeron sobre el rostro de la hija moribunda, que sonrió débilmente al despertar.
Sus últimas palabras fueron: “Estoy muriendo porque ayudé a mi país, así que no llores”.
Para el día en que terminó la guerra, el 15 de agosto, ya habían muerto todas las 20 estudiantes que habían sido trasladadas al puesto de socorro.
Desde Osaka llegaron un oficial y un suboficial para reemplazar al comandante muerto.
El 18 de agosto se celebró una ceremonia de desmovilización en el cuartel destruido. El suboficial nos despidió a las cinco estudiantes sobrevivientes con un simple: “Gracias por su arduo trabajo”, y nos envió de regreso con nuestras familias. Nos separamos diciendo: “Nos vemos en la escuela el próximo semestre”.
Pero tan pronto como llegué a casa, me atacó una fiebre alta, diarrea y un agotamiento tan profundo que sentía que me arrastraba hacia el fondo de la Tierra. Estos efectos de la radiación me mantuvieron en cama durante dos años.
Aun así, en mi corazón hice una promesa: orar por el descanso de mis compañeras, que cumplieron con su deber hasta el último momento, y dar testimonio de que ellas vivieron.
Reuniendo mi valor, continuaré contando nuestra historia en su nombre.
(Traducción tentativa. Publicado en «Hiroshima and Nagasaki: That We Never Forget», Soka Gakkai, 2017).
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