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«14 de agosto: Mi punto de partida» | Ensayo del maestro Ikeda

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Humanismo Soka

jueves, 14 de agosto de 2025

jueves, 14 de agosto de 2025

Conmemorando el 14 de agosto de 1947, día en el que conoció al segundo presidente de la Soka Gakkai Josei Toda, el maestro Ikeda escribió un ensayo perteneciente a la sección «Reflexiones sobre La nueva revolución humana», el 14 de agosto del 2002. A continuación, lo compartimos.

Conmemorando el 14 de agosto de 1947, día en el que conoció al segundo presidente de la Soka Gakkai Josei Toda, el maestro Ikeda escribió un ensayo perteneciente a la sección «Reflexiones sobre La nueva revolución humana», el 14 de agosto del 2002. A continuación, lo compartimos.

Conmemorando el 14 de agosto de 1947, día en el que conoció al segundo presidente de la Soka Gakkai Josei Toda, el maestro Ikeda escribió un ensayo perteneciente a la sección «Reflexiones sobre La nueva revolución humana», el 14 de agosto del 2002. A continuación, lo compartimos.

Caía el velo de una noche serena. En los hogares, las familias terminaban de cenar y reinaba la calma. Era el 14 de agosto de 1947. Entre las calles ensombrecidas del barrio de Kojiya, en el distrito de Ota, unas personas se apresuraban, a paso decidido, a la casa de la familia Miyake, donde se realizaría una reunión de diálogo.

¡Han pasado ya cincuenta y cinco años! [En agosto del 2002].

Aquél día cambió por completo mi destino, pues me comprometí, ante mi maestro Josei Toda a ingresar en la Soka Gakkai. Diez días después, el 24 de agosto, abrazaría el budismo.

Tenía diecinueve años. El maestro Toda parecía un padre afectuoso que había estado aguardando por mí. Fue un momento solemne --un encuentro que plasmaba las tres existencias.

Entonces hice mi voto como discípulo. Juré consagrar mi vida a la concreción del kosen-rufu.

Habían pasado dos años desde el cese de la guerra, y en aquella sofocante noche veraniega, tenía lugar un drama protagonizado por personas comunes, en el que palpitaba la esperanza.

La falta de alumbrado intensificaba la oscuridad de la noche, y en todas partes se veían aún los ominosos vestigios calcinados de los ataques aéreos.

La acción bélica, despiadada y cruel, había cobrado numerosas víctimas y la gente seguía sumida en un profundo dolor. Yo, que era joven, me preguntaba, cada día, quién era el responsable del padecimiento de aquellas personas.

Por esa época, sufría de tuberculosis pulmonar, y la fiebre, mi constante compañera, me dejaba totalmente extenuado cuando caía el sol.

Me había dirigido a la reunión de diálogo sin saber de qué se trataba. Había accedido a la invitación de un amigo que me había hablado de unos encuentros en los que se conversaba sobre la filosofía de vida. Yo buscaba en aquel entonces una fuente de esperanza, una suerte de «estrella norte» que me guiara.

Cuando llegamos a la casa, como a las 8, ya había oscurecido completamente. Mientras me sacaba los zapatos en el vestíbulo, oí una voz ronca y vibrante que provenía del fondo. Era la primera vez que oía al maestro Josei Toda. Se encontraba dando una disertación del escrito Sobre el establecimiento de la enseñanza correcta para la paz de la Tierra. En ese escrito, Nichiren Daishonin declaraba ante la humanidad el establecimiento de una gran filosofía que permitiría concretar la paz entre los seres humanos.

Más tarde supe que el maestro Toda había iniciado, el año anterior, las disertaciones mensuales sobre esta tesis, después de haber finalizado las conferencias sobre el Sutra del loto. Sus apasionadas exposiciones eran más bien una admonición dirigida a la sociedad. Era el clamor de un león, el pronunciamiento de la esencia misma del budismo del Daishonin. El maestro Toda no hablaba de una enseñanza milenaria y obsoleta; nos mostraba un camino resplandeciente y abierto hacia el porvenir que rebosaba de convicción y dinamismo.

Japón declaró su derrota en la Segunda Guerra Mundial el 15 de agosto de 1945; sin embargo, el día anterior, el gobierno japonés ya había aceptado las medidas acordadas en la Declaración de Potsdam y determinado poner fin a la guerra. En otras palabras, ese 14 de agosto se producía el colapso de una nación regida por el gobierno militarista, un país insular con una estrechez de miras incapaz de ver lo que ocurría en el mundo.

El gobierno japonés había cometido una  serie  de  atrocidades contra numerosos defensores de la libertad y la paz, cuyas convicciones estaban basadas en una perspectiva de vida correcta. Es más, había tenido el descaro y la soberbia de justificar su política imperialista tras la consigna de una guerra santa emprendida por la emancipación de los países vecinos de Asia. De esta manera, revelaba su inmadurez y trastorno.

Por obra del destino, conocí al maestro Toda en la misma fecha, a dos años de la miserable derrota. La descomunal batalla por el kosen-rufu, ese trascendental nuevo movimiento popular que él había emprendido, enarbolando en lo alto la maravillosa filosofía de la paz, animó el fuego de mi ser.

*

Por coincidencia, esa misma noche un naciente país asiático declaraba victoriosa su autonomía como si hubiese aguardado ese momento para hacerlo. Precisamente a la media noche del 14 de agosto, en la víspera de su emancipación, Jawaharlal Nehru (1889-1964), primer jefe de gobierno de la India independiente, cuna del budismo, pronunciaba un discurso en las cámaras del congreso en Nueva Delhi: «Cuando doblen las campanas que anuncien la media noche, cuando el mundo haya caído en su sueño más profundo, la India despertará a la vida y a la libertad. [...] Se acerca un momento extraordinario en la Historia, en el que daremos el gran paso de lo antiguo a lo nuevo». [1]

Justamente cuando el pueblo de la India, «tierra de la Luna», estaba despertando como nación independiente, yo era irradiado por la luz del «Budismo del Sol». Mi vida juvenil, también estaba experimentando un despertar.

*

Apenas el maestro Toda hubo terminado con su disertación, se inició el diálogo. Estaba masticando unas pastillas de menta; era un hombre que no se daba aires ni usaba ningún tipo de artificios. Su espontaneidad era ajena a los alardes de autoridad de quienes ven con desdén a los demás, como ciertos religiosos y políticos que son pura apariencia. A pesar de que era la primera vez que lo veía, me sentí animado para hacerle preguntas con toda la franqueza de mi juventud. Recuerdo haberle preguntado conteniendo mi vehemencia: “¿Cuál es el verdadero sentido de la vida?”.

Apenas había cumplido trece años cuando Japón inició su marcha expansionista sobre los países de Asia, y tenía dieciocho cuando terminó la guerra mundial. Los años más delicados y sensibles de mi existencia estuvieron empañados por los nubarrones de la contienda. Y por añadidura, tenía tuberculosis. En mi interior, luchaba contra la enfermedad, y afuera, me debatía en medio del horror bélico. La sombra de la muerte me perseguía constantemente. Cuando perdimos la guerra, los paradigmas de la nación y de la vida se derrumbaron sin dejar rastro. ¿Cuál era el camino correcto? ¿A qué debíamos dedicar nuestras vidas?

El maestro Toda me contestó de una manera clara y convincente. En ningún momento intentó divagar con teorías, o desviarse del tema principal.

Me sentía conmovido, pues estaba cansado de los adultos que tratan a la ligera a los jóvenes. Además, estaba harto de los políticos e intelectuales que, habiendo ensalzado otrora la guerra, se convertían en pacifistas de la noche a la mañana.

Toda, en cambio, había enfrentado la opresión del gobierno militar y había estado en prisión durante dos años por esa causa. Ese hecho, fue la razón por la cual decidí que él sería mi maestro.

Yo mismo aspiraba a convertirme en alguien capaz de oponerme a la guerra, en caso de conflicto, aun a riesgo de ser encarcelado. Quería vivir con valentía indoblegable y mantenerme impertérrito ante el despotismo. Por eso, estaba buscando una filosofía que sustentase mis acciones.

*

Hace cincuenta y cinco años, yo era tan solo un joven que, igual que muchos otros, buscaba un camino. Hoy, tengo la convicción de que si he podido vivir la más sublime de las existencias dedicadas al bien supremo de la justicia, ha sido gracias a que jamás me aparté de la senda del maestro y discípulo.

Cuando pronuncié una disertación en el Instituto de Educadores de la Universidad de Columbia, de los Estados Unidos (en junio de 1996), expresé lo siguiente para rendir homenaje a mi maestro Toda: «No temo decir, con orgullo, que debo a mi maestro prácticamente todo lo que he llegado a ser en la vida».

Solo los seres humanos podemos reconocer a un maestro. Únicamente transitando por el camino de maestro y discípulo, podemos superarnos y mejorar. Este es el camino más sublime que puede recorrer un hombre.

Por eso, deseo legar todo cuanto sea capaz de transmitir, todo cuanto tengo, a mis jóvenes sucesores. Quiero encargarles el porvenir de la humanidad. Espero que ustedes, mis discípulos, comprendan plenamente esto, pues es mi anhelo.

*

Asimismo, un veraniego 14 de agosto de hace cincuenta años, 1952 --cinco años después de conocer al maestro Toda--, pisé por primera vez tierra de Osaka e inicié una gran campaña por el kosen-rufu.

Empezaba a anochecer cuando el tren expreso Tsubame cruzó el puente férreo del Río Yodogawa y se deslizó a la estación.

El maestro Toda iba a llegar al día siguiente, el 15 de agosto. Mi decisión era apoyar a toda costa al maestro desde la sombra, ya que él tenía por objetivo establecer en Osaka un castillo del kosen-rufu tan grande o mayor que el de Tokio. Por supuesto, eso implicaba lanzarme con valentía a las primeras filas de la lucha por la propagación del kosen-rufu. Así que tan pronto arribé, me dirigí inmediatamente a la reunión de diálogo que se realizaba en la ciudad de Sakai.

Aunque yo también era uno de los oradores, aproveché el tiempo disponible antes de la conferencia para recorrer las calles de Osaka. Repartí con los compañeros de Kansai algunos volantes para invitar a los transeúntes a la disertación. El aviso estaba impreso en papel rústico, pero las letras retozaban en un valeroso afán de transmitir la Ley.

A poco de comenzar la tarea,  la  transpiración  había  mojado completamente mi camisa. Nadie nos dirigía una palabra de aliento o de reconocimiento por el esfuerzo que hacíamos. Por el contrario, nos miraban ya con desconfianza, fastidio o mera curiosidad...  Convertido en el centro de toda clase de reacciones, seguí insistiendo con la sincera espontaneidad de mi juventud.

Lo único que me resguardaba era el júbilo tácito de saber que como discípulo del maestro Toda estaba abriendo un camino junto con mi maestro y compartiendo la gran empresa del kosen-rufu que él ansiaba llevar a cabo.

La relación de maestro y discípulo no es algo utópico y lejano; se halla en el trabajo concreto y cotidiano por la felicidad de los demás.

En 1956, cuatro años después de aquel verano, los compañeros de la región de Kansai y yo logramos erigir una formidable torre dorada de excepcionales resultados en la propagación. Once mil ciento una familias ingresaron en la organización en tan solo un mes. Ese logro imborrable en la historia del kosen-rufu no ha sido superado aún.

Sólo venciendo podemos llamarnos auténticos discípulos. La derrota del discípulo es la derrota del maestro.

¡Compañeros, orgullo de la Soka Gakkai! Ahora más que nunca, adornemos de laureles una historia eternamente triunfal; dediquémonos  con determinación a transitar por el anchuroso camino del maestro y discípulo.

El maestro Toda decía: «Cuanto más incapaces son los líderes, más jactanciosos suelen ser; lo mismo ocurre en la Soka Gakkai. Quienes tienen una sólida comprensión de la fe y se dedican con fervor y seriedad a aprender sobre el budismo jamás son arrogantes». De la misma manera, con gran severidad, nos orientaba reiteradamente: «Las cosas no se ponen en marcha cuando la pasión está ausente».



(Traducción del artículo publicado en el Diario Seikyo, periódico de la Soka Gakkai, el 14 de agosto de 2002).



CITAS

[1] Nehru, J. (1947, 14 de agosto). Tryst with destiny [Discurso]. Parlamento de la India, Nueva Delhi.

© Humanismo Soka - 2024

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