Humanismo Soka
«Takemasa quiere decir que, si te caes, te vuelvas a levantar», cuenta el señor Ogawa. Tiene ochenta y dos años, y hace cincuenta y siete abrazó la fe en el budismo de Nichiren.
En la casa de la familia Ogawa, se extiende un bello jardín cuidado por Takemasa y su esposa Michiko. Cultivan toda clase de flores y plantas; un hermoso árbol de cerezo cubre el cielo, ¡e incluso tienen trece tortugas! Pero eso no es todo: Takemasa es artesano. Las realiza con distintos tipos de madera provenientes de diferentes partes de Misiones. «Cuando estoy haciendo una artesanía, tengo que imaginarle un futuro. Y, aunque cueste, tarde o temprano algo tiene que salir. Por eso es importante continuar hasta el final. Es como la vida, como la fe… Por eso lo hago».
Takemasa fue el primer practicante de este budismo en Oberá. Esta ciudad de abundante vegetación, ubicada en Misiones, es un verdadero «crisol» cultural, en el que conviven armoniosamente comunidades inmigrantes de muchos países que se radicaron en esta región durante el siglo XX. Se destaca por su vasta producción de té, madera y yerba mate, como también por ser uno de los polos educativos más prominentes de la zona. Las costumbres locales de Oberá no responden únicamente a tradiciones argentinas y de los pueblos originarios de la región de Misiones, sino que se mezclan con los aportes que trajeron las comunidades japonesa, francesa, suiza, alemana, paraguaya, brasileña, noruega, italiana, entre otras. Una vez al año, cuando florece la primavera de septiembre, se realiza la «Fiesta Nacional del Inmigrante», una importante celebración nacional que se lleva adelante desde 1980. A partir de 1998, por su creciente popularidad, su sede constituye el llamado Parque de las Naciones. En este gran sitio se emplazan dieciséis casas típicas de cada una de las colectividades inmigrantes. «Este Parque, con valor patrimonial histórico y cultural, representa la confraternidad de culturas, etnias y religiones», expresa la Dirección de Turismo de Oberá. La familia Ogawa realiza aportes a la casa de Japón durante esta festividad.
Actualmente, la red de aliento de la filosofía budista se expandió por todos los rincones de la ciudad. Las reuniones de diálogo, frecuentemente realizadas en la casa de Mónica, hija de Takemasa, están repletas de jóvenes con sincero espíritu de búsqueda, y toda clase de personas que se acerca a encontrar en el budismo las respuestas que su vida necesita. Sin embargo, no siempre fue así. Takemasa, en su juventud, se puso de pie por sí solo y abrió camino al kosen-rufu de su amada Oberá.


Las artesanías como metáfora de la vida. «Nunca las había mostrado antes». Takemasa y Michiko entre la colección creada a lo largo de los años.
En realidad, Takemasa es oriundo de Tokio, Japón. «Mi infancia fue muy, muy difícil», comenta. «Pasé todo tipo de necesidades… Por consecuencia del bombardeo atómico que sucedió en Japón, falleció mi madre. En ese entonces, yo tenía dos años».
Mientras él trabajaba en Japón, su hermana mayor viajó a Argentina. Desde acá, le escribió para que viniera él también. Argentina llamó profundamente su atención, por lo que se embarcó por dos meses en un viaje a través del océano, y, finalmente, llegó al suelo argentino. Como si lo hubiera estado esperando, unos meses después conoció Oberá y, conmovido por la amabilidad y bondad de sus habitantes, decidió mudarse allí.
Trabajó con ahínco como vendedor, pero la barrera del idioma le presentaba dificultades. En ese momento, a sus veinticinco años, un amigo de Posadas que a veces viajaba a Oberá a dar clases de artes marciales le compartió sobre la fe en el budismo. «Me interesó mucho la filosofía budista, por lo que decidí comenzar a practicar. Entonces, pude hacer surgir una gran fortaleza interior, mucha buena fortuna y un propósito de vida».
Comenzó a realizar la práctica de Nam-myoho-renge-kyo, primero cinco minutos, luego cada vez que podía. De a poco, paso a paso, fue consolidando las bases de una vida próspera y feliz. «Yo soy feliz. Ese es mi mayor beneficio de la fe», afirma. Ese año, 1968, Takemasa recibió el Gohonzon.
Cuando leyó las orientaciones del maestro Ikeda y conoció su lucha por propagar el budismo en el mundo con el deseo de construir la paz, quedó conmovido. Dentro de su corazón, sintió la fuerza de la inseparabilidad de maestro y discípulo, que lo motivó a salir a alentar a todos sus amigos y expandir así la red solidaria de la Soka Gakkai en Oberá. «El mundo se dirige a la guerra. Pero todo el mundo tiene deseos de paz, todos queremos ser felices. Sin paz, no hay felicidad posible».
Si Takemasa se enteraba de que alguien se encontraba sufriendo, o se había mudado, junto a un compañero de fe de Misiones salían al encuentro. A veces, tenían que recorrer cientos de kilómetros. Una vez, cuando tenía treinta y cinco años, regresando de una de estos encuentros, sufrieron un grave accidente en la ruta. En el mismo, Takemasa y sus compañeros casi pierden la vida. Un matrimonio los encontró, los subió al auto y trasladó hasta un hospital. Finalmente, todos se salvaron, y, con el tiempo, se recuperaron de todos los daños. Takemasa lo describe como una gran protección proveniente de la fe.
«Cada vez que hacemos daimoku es como una gota, que al acumularse hace un charco cada vez más amplio, hasta formar un río y luego una gran corriente»: así describe el mundo de la fe Takemasa.
Conoció a Michiko, y se casaron. Michiko, de setenta y ocho años, nació en la prefectura de Shimane. «Está ubicada al lado de Hiroshima, por eso durante la guerra fue muy duro para mi familia… Mi papá trabajaba talando árboles, pero casi no quedaban. Entonces, decidieron que nos mudaríamos. Así que, cuando yo tenía doce años vine a Argentina, a la provincia de Misiones», comparte Michiko. Desde que llegaron, trabajó en un negocio y cuidó a sus pequeñas hermanas. Y a sus diecinueve años, se casó y se mudó a Oberá junto a Takemasa, quien ya practicaba el budismo. «Yo todavía no, porque mi familia practicaba otra religión», comenta.

Nunca faltan las risas en la familia Ogawa: Erika, Michiko, Takemasa y Mónica en el jardín de su hogar.
Tuvieron dos hijas, Mónica y Erika. Mónica, desde pequeña, tenía una salud muy delicada, y a sus tres años enfermó gravemente. Una vez, la fiebre le subió tanto que el médico les dijo que fallecería. Con desesperación, buscaron otra opinión, y el nuevo doctor afirmó que había posibilidad de que sobreviva, pero que, si lo hacía, estaría toda la vida en cama. No obstante, un tercer médico les dijo que quizás existiera la posibilidad de que se recuperara. Michiko y Takemasa se aferraron a esa esperanza, regresaron a su hogar y oraron toda la noche. «Con ese amor de madre, yo pensaba “aunque yo muera, quiero que ella viva”. En la madrugada, Mónica repentinamente despertó y nos comenzó a hablar, como hacía normalmente. Se recuperó totalmente. Esa experiencia marcó mi vida».
Desde entonces, Michiko abrazó la fe en el budismo «y ahora no puedo pasar ni un día sin hacer daimoku», como expresa. Su hija Mónica no solo se recuperó, sino que se fortaleció y no volvió a enfermar. Creció como una niña enérgica, mientras cuidaba a su hermana, y actualmente se desafía como líder del movimiento por la paz de la Soka Gakkai de Oberá, siempre apoyando a los jóvenes y saliendo al encuentro con las personas que sufren. A su vez, se casó y tuvo tres hijos, que actualmente también se desafían cotidianamente en su fe.
A partir de la fe, los Ogawa pudieron construir familias realmente armoniosas, lo cual los llena de felicidad. Por otro lado, en Oberá se desafían en la práctica del daimoku y en transmitir a los valores del budismo a todas las personas a su alrededor. Todos son valorados en su comunidad por sus constantes esfuerzos en aportar a la felicidad de las personas. Recientemente, Takemasa, Michiko y sus dos hijas pudieron viajar a Japón, deseo que anhelaban desde hacía mucho tiempo, y juntos pudieron ir a la Sede del Gran Juramento del Kosen-rufu ubicado en Shinanomachi, Tokio.

Participantes de una reunión de diálogo de Oberá, realizada en una la casa de Mónica Ogawa. Su hijo Taiki dirige la ceremonia del gongyo.
«Lo importante es luchar hasta el final, ganar cada batalla en la vida. Los demás ven esto, las decisiones que tomamos… Todo alrededor se ve cómo es la vida de uno. Y esto es lo que genera el aliento genuino», dice Takemasa. «La vida no es fácil. Mantener la fe a lo largo del tiempo tampoco lo es. Pero si uno realiza esta práctica, poco a poco los beneficios comienzan a llegar. Por eso, es importante concretar los objetivos que uno se traza. Porque, aunque a veces sea difícil, la vida es siempre causa y efecto. Mucha gente quiere el efecto y el beneficio sin hacer la causa. Pero el verdadero beneficio viene después de continuar con los esfuerzos. Pero cuando uno persevera, puede ser feliz de verdad».
CITAS
1 Los escritos de Nichiren Daishonin, Tokio: Soka Gakkai, 2008, pág. 560.