Humanismo Soka
El 1.° de agosto a la noche, y a lo largo del día siguiente, unos 600 bombarderos B-29 atacaron los distritos industriales de Tsurumi y Kawasaki, en la prefectura de Kanagawa, y los de Mito, Hachioji y Tachikawa en la región de Kanto. Ese mismo día, la ciudad portuaria de Toyama, en la costa oeste del Japón, también fue incendiada por las bombas.
Cuatro días después, el 5 de agosto a la noche, comenzó un intenso ataque aéreo que duró hasta la jornada siguiente; todo el territorio de la isla principal fue arrasado por 400 aviones B-29, que destruyeron Maebashi, en Kanto, y Nishinomiya, en Kansai.
Y luego llegó el 6 de agosto, el día que cundió el terror en Hiroshima, cuando cayó sobre la ciudad la primera bomba atómica fabricada por el hombre en toda su historia. Esa mañana, tres bombarderos B-29 sobrevolaron Hiroshima, arrojaron un paracaídas, y en medio de un refucilo cegador, estalló la hecatombe.
El horror que se vivió en Hiroshima fue un infierno demencial e inimaginable. Una sola detonación masacró y dejó heridos a 200.000 civiles. En las calles solo se oían los gritos de los sobrevivientes que maldecían la guerra.
El Cuartel General Imperial estaba en estado de conmoción. El ataque había sido totalmente impensado. No entendían qué clase de arma podía tener semejante poder destructivo. En su zozobra, lo único que atinaron a comunicar fue que el enemigo había arrojado una nueva clase de bomba sobre Hiroshima. Varios físicos atómicos corrieron desde Tokio al lugar del desastre, para confirmar que se trataba de una bomba atómica, detonada por fisión nuclear.
El 11 de agosto, el Cuartel General de Defensa Aérea del Japón se limitó a indicar a la población que usara ropa blanca y se ocultara en refugios antiaéreos para protegerse de esta nueva arma.
Aunque se dijo que el presidente estadounidense Harry S. Truman ordenó el bombardeo atómico para dar un pronto final a la guerra, es posible que esta no haya sido la única razón.
Truman sabía perfectamente que la derrota de Japón era solo cuestión de tiempo. Pero quería limitar las pretensiones de los soviéticos en la mesa de negociaciones de la posguerra. En otras palabras, necesitaba lograr la victoria sin intervención de la Unión Soviética. Y para ello, debía lograr el cese del fuego lo antes posible.
Los norteamericanos ya habían concluido con éxito su primer ensayo atómico el 16 de julio; es decir, un día antes de la reunión de los «tres grandes», en la Conferencia de Potsdam.
El lanzamiento de la bomba atómica, entonces, se presentaba como un hábil medio para lograr ambos propósitos: finiquitar la guerra contra Japón y establecer la supremacía de los Estados Unidos sobre la Unión Soviética en la política de la posguerra.
Por lo tanto, el bombardeo atómico de Hiroshima no fue solo el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, sino también la obertura de la Guerra Fría entre los norteamericanos y los soviéticos. Y sus víctimas sacrificiales fueron los ciudadanos civiles de Japón.
Setecientos años antes, durante la invasión extranjera del Imperio mongol, los japoneses habían conocido por primera vez el poder letal de las armas de fuego. Esta vez, nuevamente el Japón era el primer país del mundo expuesto a los horrores de la bomba atómica, el arma que cambiaría la historia del género humano. En nombre de esa triste historia, la misión de Japón debía ser establecer, lo antes posible, un mundo sin guerras. Cada ciudadano debía tomar profunda conciencia de esta noble labor y asegurar que el flagelo de la guerra no volviera a repetirse.
Y sin embargo, ni siquiera el bombardeo atómico de Hiroshima fue suficiente para que el gobierno militar de Japón comprendiera en qué posición se encontraba.
El día que estalló la bomba, el presidente Truman declaró por radio:
«Hemos gastado dos mil millones de dólares en la apuesta científica más grande de la historia, y hemos ganado. [...]
Ahora, estamos preparados para aplastar de manera más rápida y total hasta la última de las plantas industriales que tengan los japoneses sobre tierra en cualquiera de sus ciudades. Destruiremos sus dársenas, sus fábricas, sus comunicaciones. Que nadie se equivoque: destruiremos por completo el poder bélico de Japón.
Para evitar que el pueblo japonés sufra una mayor destrucción, el 26 de julio presentamos un ultimátum desde la ciudad de Potsdam. Pero el gobierno de Japón lo rechazó de inmediato. Si esta vez no aceptan nuestros términos, deberán prepararse para la lluvia de destrucción que arrojaremos sobre ellos desde el cielo, peor a todo lo que se haya visto en esta tierra».
Los líderes japoneses tuvieron que escuchar esa transmisión donde el presidente norteamericano amenazaba con un bombardeo atómico inminente. Pero, pensando que se trataba de una simple intimidación, decidieron ignorarla.
El 9 de agosto, la tragedia se repitió en Nagasaki. Una vez más, en un instante, 100.000 ciudadanos murieron o sufrieron graves heridas.
Ese mismo día, a primera hora, la Unión Soviética acababa de declarar la guerra a Japón invadiendo Manchuria, un Estado títere subordinado al Japón. Las débiles defensas del ejército japonés de Kwantung cayeron sin resistencia.
Poco antes de las once de la mañana, el Consejo Supremo para la Dirección de la Guerra convocó a una reunión de emergencia.
Las bombas atómicas y la declaración de guerra de los soviéticos habían convulsionado a las fuerzas armadas del país. Era el fin. Su última esperanza de negociar un armisticio acababa de irse por la borda, al igual que las continuas arengas a librar «la batalla decisiva por tierra», basadas en la errónea suposición de que los soviéticos nunca entrarían en guerra. En otras palabras, toda la estrategia militar de Japón se fundamentaba en creer que los rusos respetarían el pacto de neutralidad entre ambas naciones. Pero, de buenas a primeras, los soviéticos habían declarado la guerra, sin que Japón pudiera hacer nada al respecto. La única salida parecía ser la rendición incondicional.
El 9 de agosto fue un día fatídico para Japón. Antes del amanecer, los soviéticos se sumaban a la guerra perpetrando su primer ataque; a las once, los norteamericanos lanzaban la segunda bomba atómica sobre Nagasaki, y a la medianoche, el Japón se rendía por primera vez en toda su historia a una potencia extranjera. Para el Imperio, fue una jornada de sufrimiento y derrota.
El 10 de agosto, faltando un cuarto de hora para las siete de la mañana, Japón envió un telegrama a las Fuerzas Aliadas por medio de un país neutral, aceptando los términos de la Declaración de Potsdam.Ese mismo día, las radios extranjeras dieron a conocer la rendición. El gobierno japonés había agregado, como condición, que no aceptaría un cambio en el sistema imperial de gobierno. Pero nada de esto tomó estado público en Japón. [1]
CITAS
[1] IKEDA, Daisaku: The human revolution (La revolución humana), California: Soka Gakkai, 2004, tomo I, vol. I, cap. 3, pág. 40.